Pigmalión, Rey de Chipre y guerrero defensor de su pueblo, era además un excelente escultor. Pigmalión buscaba una esposa cuya belleza correspondiera con su ideal de mujer. Tras mucho tiempo buscándola, comenzó a esculpir la estatua de una joven con rasgos perfectos y hermosos, a la que llamó Galatea. Tan perfecta y tan hermosa era la estatua que se enamoró de ella perdidamente. El rey se sentía atraído por su obra, y no podía dejar de pensar en su amada de marfil y contemplarla durante horas. Tanto deseaba Pigmalión que su estatua fuera real que ésta cobró vida y se enamoró de su creador.

El mito da nombre al “Efecto Pigmalión”, que se refiere a cómo las expectativas que una persona tiene sobre otra se relacionan con el rendimiento de esa otra persona.

Si esto ya lo sabe la madre que le dice a su hijo “qué bien se te dan las matemáticas, tú vas a ser ingeniero”

¿O que pasa si no cuando nos enamoramos? Imaginemos esta historia: una noche estamos en un bar con unos amigos. Entre canción y canción echamos un vistazo por el bar hasta que… ¡chas! coincide nuestra mirada con la de alguien. Entonces rápidamente ambos apartamos la vista con cierto rubor sin tardar demasiado en volver a mirar, con cierto disimulo primero y abiertamente después. Es probable, que si no hubiese sucedido ese fortuito cruce de miradas, no nos hubiéramos fijado en su aparente atractivo, bonita sonrisa o gestos seguros. Si avanzamos algo más en nuestro cortejo, seguramente, uno de los dos hará un acercamiento iniciando una conversación y, si hay interés por parte de ambos, ambos sonreiremos, miraremos y hablaremos como si nos gustara la otra persona. Esta sensación de sentirnos objeto de interés y gusto de alguien nos hará sentir bien. Nuestras hormonas harán su parte, y al poco tiempo empezaremos a sentir el enamoramiento.
En los años sesenta dos investigadores realizaron el siguiente experimento en el ámbito educativo: A un grupo de profesores se les dijo que se había realizado un test de inteligencia de sus alumnos, y que el test había identificado que una serie de estudiantes tenían un gran coeficiente intelectual. En realidad, este grupo de estudiantes “más inteligentes” había sido elegido al azar y el verdadero objetivo del estudio era comprobar si las mayores expectativas de los profesores respecto a estos estudiantes “más inteligentes” provocaban un mayor crecimiento intelectual respecto al resto de alumnos. Efectivamente, los estudiantes del grupo de los que se tenía la expectativa de ser “más inteligentes”, mostraron unos resultados medios en el test superiores a los del otro grupo sobre el que los profesores no tenían las mismas expectativas. Estos resultados llevaron a los investigadores a concluir que las expectativas, y por tanto el comportamiento de los profesores con estos alumnos, fueron la causa de ese mayor desarrollo intelectual.

Esta defendida correlación entre expectativas y rendimiento tiene una aplicación práctica no sólo en el ámbito social o educativo sino también en el laboral.

Pongamos como ejemplo un jefe convencido de la excelente selección de una persona recién incorporada a su equipo. Este jefe reservará parte de su tiempo a poner al día a su nuevo fichaje: lo quiere a pleno rendimiento cuanto antes. Si el nuevo comete algún error lo disculpará de inmediato pensando en la necesaria adaptación de los primeros días y le animará a realizar alguna formación adicional para sacar de él todo su potencial. Es probable que se esfuerce en crear momentos informales para que se integre rápido entre sus compañeros y hasta podría sonreírle más que a otros sin ser siquiera consciente de ello.

Por su parte el empleado se siente valorado por su nuevo jefe e integrado en el equipo y quiere corresponder dando lo mejor de sí mismo. No quiere quebrantar la confianza que su jefe ha depositado en él y desea estar a la altura de las expectativas.

Como resultado, el empleado se esfuerza al máximo y el jefe se reafirma en su buen fichaje.

Este ejemplo nos muestra la cara amable de la profecía autocumplidora, pero bien podría suceder a la inversa: El jefe de nuestro ejemplo debe atender al que cree un nuevo zoquete enviado por el Dpto. de recursos humanos. A buen seguro, de lo que describíamos antes no sucedería nada de nada, y la historia tendría otro desarrollo.

Haciendo esta reflexión sobre el efecto Pigmalión y su poder sobre el rendimiento de las personas debemos ser conscientes de que es una herramienta de doble filo para el líder, y así, cuando oigamos frase como “estoy rodeado de ineptos”, “no vienen motivados a trabajar” o “en mi equipo no se implica nadie” se nos deberían encender todas las alarmas.