De niña tuve unas tortugas. Cuando mi madre no nos veía mi hermana y yo las sacábamos del terrario y jugábamos con ellas.
Una vez las pusimos en un extremo de la mesa de la cocina. Corrieron (lo que corre una tortuga) hacía el extremo opuesto y se tiraron. ¡cloc! ambas contra el suelo.

Nuestra curiosidad infantil era más fuerte que nuestra empatía, así que las volvimos a poner sobre la mesa y pasó lo mismo: corrieron y de nuevo al suelo.

Tremendos golpes que se dieron las pobres tortugas las mas de diez veces que hicimos lo mismo hasta que nos pillaron. “¿Por qué no aprenden ama?” – preguntamos incrédulas. “Porque no piensan” – sentenció mi madre.

Vale, la capacidad de aprendizaje de una tortuga está en entredicho, pero ¿y la tuya, la mía o la de las personas de ese equipo?. Creemos que aprendemos de errores y golpes, pero no es así; aprendemos cuando pensamos en esas experiencias, cuando reflexionamos sobre lo que sucedió y cómo podemos influir en ello.

En ocasiones veo tortugas. Sí, voy por las empresas y, a menudo, sucede. Historias que se repiten, patrones que parecen adheridos…. y muchas, muchas veces no falta experiencia, lo que falta es reflexión.

Para, respira, piensa. No más tortugas.